Desde antes del tiempo

jueves, noviembre 09, 2006

DIA DE LA TRADICION -10 de noviembre-


Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del cielo;
no hago nido en este cielo
ande hay tanto que sufrir,
y naides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo


jose hernandez - El Martin Fierro

lunes, noviembre 06, 2006

LUZ


La casa de enfrente esta vacía todo el año. No abandonada, vacía. De vez en cuando, una señora entrada en carnes, viene en bicicleta y la limpia de arriba abajo, baldea el frente empedrado descalza y, si hace mucho frío, en ojotas. Con paciencia, casi primorosa, repasa los vidrios que están a cada lado de la puerta, negra ella, decorados con calas blancas de tallos larguísimos. Pero además de la señora, nunca nadie la visita. Hasta anoche.

Anoche salimos a dar una vuelta con mi marido, noche preciosa, de primavera, con un viento fuerte que según él presagiaba tormenta, en cambio para mí, era de limpieza. Daban ganas de aspirar profundo y llenarse los pulmones del aire embriagador con aroma a fresias (de mi jardín y que son la envidia del country), cuando mi marido me señaló una ventana iluminada de la casa de enfrente. Una ventana del primer piso.

Hipnotizados miramos la luz que mostraba un cuarto blanquísimo y vacío, pero un pudor repentino hizo que bajaramos los ojos buscando instintivamente un auto, una bici, una moto, algún indicio de visita, pero nada. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y abrazándome a mí misma pedí volver a la seguridad de nuestra casa, adonde el volumen de un partido de fútbol rivalizaba con el del estereo.

Los menesteres nocturnos de madre me distrajeron, y una hora y media más tarde me había acostado sin siquiera recordar la luz en la ventana de la casa de enfrente.

Un ruido que se acercaba rápidamente y hacía temblar los vidrios de la casa me despertó a la madrugada. Empezaba a clarear y aquí en el campo (partido de Moreno, pero como buena chica de ciudad, cuando hay mucho verde, mucho pájaro y demás bichos, es campo y ya) los truenos se los escucha desde lejos, y se acercan, realmente se acercan a una, desde kilómetros a la distancia. Un pájaro que todavía creía en lo que había pronosticado el Servicio Meteorológico (nada de lluvias para el fin de semana), seguía cantando su matutina rutina. Me levanté despacio, y me dirigí a la cocina. Mientras tomaba un vaso con agua miraba por la ventana la lucha de colores en el cielo: el azul de la noche se retiraba dejando paso a una claridad que se negaba a dejarse opacar por la tormenta que venía montada a horcajadas de los truenos. En medio de esa disputa de la naturaleza, la luz de la ventana de enfrente volvió a llamar mi atención. Seguía prendida. Me quedé mirando y de repente me encontré en una habitación completamente blanca, con paredes sin adornar, con muebles sobrios, sin rebusques e igualmente blancos. Sobre la cama yacía una joven de larga cabellera rubia, pálida, con grandes ojos grises, que miraba a la luna sin parpadear. Un camisón largo, antiquísimamente cerrado, dejaba entrever un cuerpo joven y muy bien formado. Un ruido leve en la ventana hizo que una sonrisa apareciera, y ágilmente se dirigió a la ventana, que abrió de par en par.

Manos primero y luego una cabeza, finalmente el cuerpo completo de un joven apareció de un salto dentro del dormitorio. Pelo revuelto por el viento, una boca carnosa que prometía una risa fácil y besos ardientes, y unos ojos azules que hablaban de infiernos vividos y pasiones encontradas. Sin pronunciar palabra tomó a Paula (¿cómo sé yo que se llama Paula?) por los hombros y la besó.

Cayeron sobre la cama en una mezcla de brazos, piernas, cuerpos, en una batalla que sólo tiene vencedores.

Desde mi lugar, fundida en la pared desde donde podía ver mi casa por la ventana de Paula, y extrañamente me veía a mí misma con el vaso en la mano observando la tormenta, escuché el andar pesado de alguien que subía la escalera. La puerta se abrió con un golpe y un hombre en mangas de camisa, chaleco de cuero, pantalones de campo y botas apuntó el rifle hacia la cama y disparó varias veces. Cuando se convenció de que los amantes estaban muertos, se fue, bajó las escaleras con el mismo andar pesado y dejó la casa. Subió a un caballo y sin volver la vista atrás despareció.

La impresión me devolvió a mi casa, a donde yo seguía mirando la tormenta que ya descargaba toda su furia sobre el Club de Campo.

-Qué lástima, mañana los chicos no van a tener fútbol-comenté y me fui a acostar.