Desde antes del tiempo

jueves, septiembre 27, 2007

What




What if I decide not to speak anymore
What if I declare I´m not worth to be heard anymore
And what if my best words are just rubbish from the soul

What if I decide not to be anymore
What if I declare I wont cry anymore
I think I should try it
Just for one day in any case
So may be after my pledge of total silence
Of my pledge of total nonbe
My words, the ones from my soul would be heard
By millions of people
Who think
I´m woth it just because of being me

lunes, septiembre 17, 2007

Una cuestión de edad



Hay muchas tradiciones que, a pesar de las distancias temporales y geográficas, son compartidas por las personas. Una de ellas es la de descalzarse cuando llegamos a casa. Será por limpieza, simple comodidad o por alguna ley no escrita, no lo sé y creo que tampoco me importa. Lo cierto es que en mi casa, desde que tengo uso de memoria, era abrir la puerta y sacarse los zapatos un mismo movimiento. Recuerdo que el padrastro de una amiga, un hombre que por edad calificaba más para abuelo que para padre, nos criticaba ampliamente y nos decía que nos iban a entrar bichitos por entre los dedos de los pies.
Andar “en patas” era sinónimo de libertad: el final de un largo día de escuela (colegio bilingüe doble escolaridad), más tarde de facultad y luego de trabajo. Inclusive he llegado al extremo de sacármelos en el hall de entrada del edificio o en el ascensor después de una fiesta, o en verano –confieso que todavía lo hago- en época de sandalias, quedar descalza bajo el largo mantel de algún lujoso restaurant.
Tengo dos anécdotas al respecto que ilustran mi placer por el “descalzamiento”, ambas en Punta del Este: la primera yendo con mi marido a cenar a uno de esos restaurantes de moda, apenas bajo del auto se me rompen las sandalias de diseñador que lucía esa noche, iba vestida, si mal no recuerdo, con unos pantalones tipo hindúes, y ante la incomodidad de caminar sin un taco opté por la excentricidad permitida en esos balnearios de entrar directamente descalza; la otra, unas noches más tarde en otro restaurant de moda que está ubicado directamente entre los médanos a unos cuántos kilómetros del centro, los high heels quedaron directamente en el auto ya que al primer intento se hundieron en la arena fría de Marismo, tal el nombre del exclusivo lugar.
De casada, el ritual es el mismo, llegar y largar primero zapatos y después la cartera y tapado. Si suena el teléfono mientras abro la puerta me resulta imposible atenderlo con los pies aprisionados, la cartera puede colgar de mi hombro por horas, los pies DEBEN estar libres.
Cuando nació mi primer hijo, la locura era tal que los invitados sí o sí debían descalzarse para entrar al cuarto del bebé, vaya una a saber qué porquería habrían pisado antes de llegar a mi casa. Mis hijos, ya tengo dos, y si bien el “bebés”sólo queda mi recuerdo, heredaron la locura de la madre y no importa a dónde vayan, lo primero que hacen es descalzarse y si pueden sacarse también las medias. A nosotros los de la raza de pies descalzos nos da lo mismo si hace frío, calor, llueve o hay humedad. Los pies deben ser libres y los dedos al viento.
Pero el tiempo pasa y en una charla con un grupo de amigas, una confesó que desde hace un tiempo usa pantuflas, no de esas que se veían en las antiguas películas americanas, con taco y pompones, sino esas pantuflas de viejo en camiseta en la vereda. Todas nos empezamos a reír, y mi amiga entre carcajadas agregó:”lo peor es, cuando me levanto temprano para despertar a los chicos para ir al cole, en esta época del año en que una se arrastra cuando suena el despertador, y mi primer pensamiento es: por lo menos tengo mis pantuflas. En serio chicas, tienen que probarlo.”
En la tarde de ayer cuando cerraba las valijas para volver a Buenos Aires, estábamos en Bariloche por eso del Spring week de los colegios modernos, miré las chinelas que te da el hotel, y sabiéndolas descartables, metí un par en el bolso.
Hoy a las 7 sonó el despertador, después de insultar, bajito para no despertar a mi marido, en cuatro idiomas, me incorporé y recordé el comentario de mi amiga. En la oscuridad del cuarto busqué las pantuflas que dicen sweet dreams y me las calcé. Cuánta razón tiene Annabelle, no hay nada más placentero que levantarse de madrugada y ponerse las pantuflas. ¿Será, como preguntó ella, que nos estamos poniendo viejas?